lunes, 16 de marzo de 2009

Derrotado

Con las manos aún sangrientas,
con la pólvora pegada a los labios
y con la insignia blanca que no dio tiempo a sacar…

¿Dónde estás Josefina?
Busco tus brazos por doquier.
¿Por dónde andas, Penélope?
En tu regazo me quisiera recoger.
Cleopatra, ¿estás ahí?
Como César me quisiera ver.

Penélope, Josefina, Cleopatra… ¿dónde estáis?
Dejo atrás el uniforme, el rumor de mil batallas.
El sabor de la guerra perdida, las lágrimas destruidas.
Gritos, rabia, llantos y más lágrimas… ¿dónde estáis?

Con las manos aún sangrientas,
con la pólvora pegada a los labios
y con la insignia blanca que no dio tiempo a sacar.

Derrotado, me habéis ganado...

Lo admito… lágrimas venid a mi.

jueves, 12 de marzo de 2009

El banco triste


«Y en los días de lluvia, sale a pasear hasta el banco que queda donde la estación de tren.
Y allí canta canciones para quien quiera escuchar».

Aquel banco metálico oxidado y triste bajo la eterna sombra del frondoso castaño. Tenía el respaldo de madera casi podrida y comida por las termitas. En otoño se cubría de hojas y nadie se las quitaba. En invierno, la nieve hacia que el metal se corroyese más. En primavera se ensuciaba con flores y quedaba pringoso por el polen. Así año tras año... Nadie se sentaba en él. ¡Pobre y triste banco!

Por el parque, entre matorrales y grandes árboles, se corría muy rápido la voz. Los bancos más cuidados y modernos presumían de haber albergado a importantes personas: ministros, pintores, escritores... o alardeaban de que una joven pareja se había besado sobre ellos. Hemos de entender que estos hechos tan insignificantes son la alegría para los bancos... Piensen ustedes en lo aburrida que es su vida...

Sobre nuestro banco oxidado hace años que nadie se sentaba... ¡Pobre y triste banco! Hasta que un día una mujer llegó al parque... y entre todos los bancos que allí había eligió al banco triste y oxidado. La mujer colocó el bolso a su derecha, cruzó las piernas y allí se quedó canturreando viejas canciones durante horas.

Los otros bancos del parque se sorprendieron de aquel hecho: alguien había elegido para sentarse el peor banco. El más viejo y estropeado. Está loca, dijeron. Esa mujer está loca.

A nuestro triste banco también le extrañó y quedó aún más entristecido cuando le llegaron los rumores: una loca se había sentado sobre él.

Al día siguiente, la mujer volvió a elegir al banco triste. Se descolgó el bolso, cruzó las piernas y comenzó a cantar en una voz grave y lánguida. Así se llevó horas. Y durante varios meses siempre hacía lo mismo: llegaba al parque poco antes de la puesta de sol, se sentaba en el banco bajo la sombra del castaño, dejaba su bolso a un lado, cruzaba las piernas y cantaba en voz bajita. Como si ocultara algún secreto. No faltaba ningún día: lloviese o tronase, allí estaba. Con la misma chaqueta roída de felpa: en verano y en invierno.

Nuestro triste banco era el hazmerreír de todo el parque. Y el pobre estaba sumido en una gran depresión (Sí, querido lector, los bancos también se deprimen).

Pero esto no duró mucho... Un día la mujer no apareció, y al día siguiente tampoco... Nuca más volvió al parque. Entonces fue cuando nuestro triste y oxidado banco recapacitó: sobre él nadie se había sentado hasta que llegó aquella mujer y por vergüenza o miedo a los chismorreos nunca le prestó atención. Nunca escuchó lo que cantaba. Ahora que ya hacía meses que la mujer faltaba se dio cuenta que se sentía muy afortunado por haber albergado a aquella extraña. Sobre los otros bancos se sentaba gente normal pero no prestaban la más mínima atención a los bancos: un día en este y otro día en aquel. Por el contrario, la mujer loca siempre lo elegía a él. Y cuando llovía y el parque estaba desierto, sólo nuestro triste banco estaba ocupado. Sólo aquella mujer había reparado en la existencia del banco entre la hojarasca y las sombras.

Todos, al igual que el banco, tenemos un loco dentro: una persona rara en nuestras entrañas. A veces grita y pide salir y nosotros nos negamos por vergüenza como nuestro triste banco. Dejemos salir al loco que llevamos dentro antes que sea demasiado tarde y no quede nada para cantar en voz baja.

Canción (al principio): "No paraba de llover" 2006, Nena Daconte (He perdido los zapatos)